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:: La vieja del semáforo
La vieja del semáforo

Por: José Luis Taveras/Acento - 22/09/2015

Detuve el auto. Mientras esperaba el cambio de luz, alguien golpeó quedamente el cristal lateral de mi ventana. Viré la cara y se reveló el semblante de una anciana.  Los rayos del sol apenas penetraban los copiosos surcos de su rostro desvencijado. Parecían grietas de un cristal martillado. Sus ojitos, hundidos y apretujados, se perdían en las hendiduras de la piel; le faltaban luz y vida. Bajé el cristal y, antes de proferir su ruego, ya me tocaba la cara con su mano trémula y pálida.

-Con lo que usted pueda, mi don, ¡hágalo por Dios! –me decía mientras deslizaba dócilmente sus dedos por mi entrecejo como quien bendice la vida antes de despedirla. A pesar del calor ambiental, los sentía fríos y húmedos. Luego acariciaba mi cabellera.

-¡Jesús!, qué cabello más fino, ¡Dios me lo bendiga y proteja siempre! –expresaba a la espera de la dádiva.

Le di un billete; se aferró a él con la fuerza del alma. Sus dedos se encorvaron como garras para apretarlo vigorosamente; me parecía escuchar el mismo crujido que desata una seca hojarasca cuando el viento la desgaja.  Dejó caer un mugroso bulto de tela que sujetaba con la otra mano para asegurar “la caza” del día. No era suficiente un puño: en su mano estaba la vida y sobraban razones para guardarla como un tesoro.  Llevó sus dos puños al pecho, los colocó en forma de cruz y miró al cielo. Sucedió lo impensado: los ojos de la anciana brillaron tanto o más que el día; una sonrisa, apenas insinuada, adornó su expresión milagrosa.

Las bocinas me advertían que ya el semáforo cambiaba a verde. Saqué la mano por la ventana y le hice una señal al conductor de atrás para que esperara que la anciana recogiera.  Continuó su impertinente acoso. Apresuré a la ancianita para que tomara el bulto y se retirara, pero ella persistía en su ritual de gratitud.

-Doñita, rápido, rápido –le voceaba.

El conductor empezó a girar las llantas para el rebase, en tanto yo le agitaba más rápidamente la mano. Con ímpetu, el cernícalo arrancó, mientras vociferaba improperios y sacudía vehemente sus manos. El chillido de las llantas me sobrecogió; saqué el brazo y halé a la anciana contra la puerta. En su impetuosa salida, el conductor deliberadamente aplastó el bulto. Pasó rasante por la macilenta anatomía de la vieja. Se escucharon estrepitosos ruidos metálicos.

-¡Ay, mis cacerolas!

Enloquecida, se abalanzó sobre el estropeado bulto. Lo rescató y se echó a la acera. Todo su contenido se desparramó. Rodaron dos cacerolas abolladas, una parrilla de un pequeño abanico casero, unos tenedores, un envase de salsa de tomate y un torrente de agua que humedeció el mugriento bulto.  Esos enseres eran su patrimonio ambulatorio: poco, menudo y barato, pero inmensamente digno.  Murió la sonrisa que minutos antes me había regalado. Solo me miraba procurando, en medio de la desolación, un recodo solidario. Tuve que irme por temor a que otra bestia arrojara su furia. Quedó desconsolada. Todavía su recuerdo respira; esa mirada desierta, indefensa y mansa. Era una mujer de apariencia octogenaria. En su rostro miré a mi madre. Quedé ausente mientras conducía sin mucha certeza ni ganas de saber hacia dónde. El incidente me golpeó duramente. Me sentí abochornado de ser “ciudadano” de una nación inconclusa donde normas tan básicas de convivencia colectiva constituyen complejas lecciones por aprender. Una sociedad modernamente tribal, instintiva… primaria, donde la vida se deprecia entre frustraciones, desesperanzas e iniquidades. ¡Dios! ¡Cómo rueda la existencia, aún en su ocaso, en la intemperie, entre el abandono y la soledad más sórdidos! Sentí deseo de llamar a mi mamá para confirmar que estaba segura; me había quedado un presentimiento vacío. Al levantar el teléfono mi madre me saludó.

-Nada, solo para saber como están las cosas.

-Bien –me dijo.

-Te amo.

Cuando retomé la plena conciencia de que manejaba, reaccioné; di un giro de vuelta. Llegué a la esquina. La anciana se había ido. Nunca más la volví a ver, pero todavía siento en mi cara el mimo con el que me bendijo. A veces cierro los ojos y traigo sus manos a mis pensamientos. Mi piel aún aspira el roce apacible de sus fríos dedos. Me sentí culpable de perderla; no así de encontrarla, porque en su drama hallé la fuerza para resistirm



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