Yo no se quien fue el inventor de las dietas, seguro que algún medico o un nutricionista con muy buenas intenciones, no lo dudamos, pero a partir de ese momento la vida ha cambiado de manera drástica para muchos de los que tenemos algunas o bastantes libras de más en el cuerpo. Es sabido que la sociedad de la abundancia, entre otras taras, tiene la de ser una fábrica de personas gruesas.

Sólo hay que salir por las calles y ver como cada vez hay más gente con barrigas como toneles, brazos y piernas de luchadores de Sumo, papadas colgando y nalgas abultadas como lomas, por los excesivos carbohidratos, por las grasas, por salsas dudosas, por la comida chatarra, por los tragos, y sobre todo por la poca o ninguna educación que sobre una sana nutrición tenemos.

Cada día echamos más comida en la basura… y más basura en la comida. Pero a lo que íbamos, las dichosas dietas. Antes, cuando la medicina no estaba tan desarrollada, uno comía y bebía cuanto quería, feliz y sin preocupaciones, hasta que un buen mal día, por los excesos cometidos le daba un yeyo, o reventaba y se iba directo a charlar con San Pedro sobre los tremendos sancochos que le hacía en la vida terrenal su querida suegra.

Pero ahora con la manía de los doctores de alargar la existencia a toda pastilla y con los avances de los análisis clínicos, vivimos en permanente zozobra, angustiados y amenazados. Los doctores avisan y reprenden ¡Atención, el colesterol  subió a 250! ¡Peligro, los triglicéridos están en 400! ¡La tensión arterial en 150/100! ¡La glicemia llega a 175!  y por fuera poco están las otras amonestaciones, las de la mujer que le dice ¡No comas esto, ni eso, ni aquello!  o la de la conciencia que te remuerde por la noche porque al pan le untaste mantequilla, uno se siente como si tuviera siempre una espada nutricional de Damocles en la cabeza, a punto de caerle en cualquier momento.

Eso sin contar la tortura de tener que pasar frente a un fritura de barrio con los mil deliciosos olores que agitan la codicia hambrienta de los jugos gástricos, o el tormento de ver a toda la familia  masticando a fondo unos crujientes chicharrones de cerdo, sin poderles meter diente alguno. Así que entre unas cosas y otras, uno vive acorralado, saltando de dieta en dieta en busca de la mejor opción cuando estas fallan o las abandonamos, que es la mayoría de los casos.

Hay dietas científicas y bien famosas como la de Dr. Atkins que recomienda ingerir sólo y toda la carne que quiera, pero al final se aburre uno de comerse tantos búfalos de desayudo, almuerzo y cena, o la de Hollywood hecha para las mujeres que aspiran a lucir como las actrices más sensuales, o las otras más populares como la de Perucho, que consiste de comer poco y caminar mucho, la del Ascensor, que se pasa uno seis meses bajando de peso y seis meses subiéndolo, o la de la Toronja, que consiste en comer de todo menos toronja, es la más fácil de llevar pero la que menos resultados promete.

Por si fuera poco, este asunto de las dietas está creando nuevas enfermedades psicológicas como la Pesomanía, la obsesión de pesarse a cada rato, al levantarse, después de comer, después de hacer las necesidades, después de cenar, antes de acostarse, inclusive hay gente que habla con las balanzas, las amenaza, las insulta y hasta las patea cuando los resultados no van como se esperaban.

Bueno, díganme si eso de cambiar una sabrosa morcilla o una longaniza por unas tristes hojas lechuga, un par de huevos fritos con salami por unas zanahorias hervidas, o un tremendo cocido de pata de vaca por una pechuga de pollo pelada, tan pequeña y magra como un sueldo a fin mes, no es cómo para preguntarse ¿Vale la pena morir de un trancazo o pasar el resto de la vida sin un gustazo?  ¡Ustedes dirán!