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:: Ganas de quedarme
Ganas de quedarme

Por: José Luis Taveras/Acento - 14/11/2017

Al momento de escribir esto me separan 17 horas de donde vivo. Elegí llegar hasta aquí para respirar la pureza de aires ajenos y vivir así la distancia de lo que dejo. Necesitaba ventilar mi mente. La infecciosa futilidad del país me enloquecía (matizada por hechos tan insignes como la “renuncia” de Alvarito del circo de la Z y la bufonería del loco Kalim)  Ya instalado aquí, me provocan indeseadas comparaciones, tan remotas como surrealistas. Lucho por evitarlas ¡pero me gritan!

Ver un autobús detener su marcha para dar el paso a imperturbables peatones, pasear sin temores por calles aseadas y ordenadas, tomar un descanso en un parque oliente a vida, contemplar a una pareja que camina abrazada y sin prisas, sentir el respeto a la dignidad como condición implícita del trato cotidiano, correr la vida sin urgencias ni aprietos son apenas pinceladas que descubren la grandeza de una sociedad educada: esa que hemos desechado impunemente. A pesar de la placidez de mi estancia me apresa un torbellino de sentimientos encontrados: entre nostalgia y frustración; entre deseo de jamás volver y regresar.

Estar en Nueva Zelanda ha sido una enseñanza muda de lo que nos falta; tanto que me aturde. No sé cómo comenzar, porque en mi país obedecer normas de coexistencia colectiva es una tarea de futuro. Hace años pueblos devastados por la guerra, postrados en la corrupción o flagelados por la violencia superaron esos trances como Islandia, Singapur y Corea del Sur. De donde soy todavía nos debatimos en el primitivismo tribal de la convivencia sobrevivida. Lo normal es violar las reglas, sobornar a la autoridad corrupta, tomar atajos, evadir filas, certificar mentiras, irrespetar la jerarquía, violar los procedimientos, documentar la trampa, evadir deberes, trastornar el orden, vivir sin sujeciones en un clima impune e indulgente. Un país donde todo tiene un precio y se negocia: la libertad, la palabra, la conciencia, la verdad y la vida.  Podremos tener metros, rascacielos, autovías, centros comerciales, aeropuertos, escuelas, conectividad, digitalización y marcas globales: eso es progreso; pero necesitamos respeto a la autoridad, obediencia a la ley, orden, transparencia, rendición de cuentas, institucionalidad y seguridad jurídica: eso es desarrollo. El desarrollo articula, fortalece y sostiene el progreso.

De nada nos sirve el crecimiento cuando éste aprovecha a los pocos que controlan la economía. En ese contexto la cuestión crítica no es cuánto crecimos sino quiénes.  En medio de la desigualdad que nos aleja, el crecimiento es delirio poético cuando solo se benefician de sus rentas los que dominan uno de los mercados más concentrados del mundo: 46 familias; ese es el país, esos son dueños. La decisión del futuro está en sus manos, pero prefieren dejar intacto el estatus quo sin compromisos relevantes ni una conciencia de clase que les informe y alerte sobre la disolución que nos amenaza. Duermen la siesta en un arsenal explosivo.

Aquí en Nueva Zelanda, el décimo tercer país en calidad de vida del mundo, amaneció el desarrollo gracias, entre otras opciones, a la libertad económica, un concepto embrionario en la República Dominicana, convertida en una plaza salvaje de viejos oligopolios. Hoy, en esta isla del Pacífico de algo menos de cinco millones de habitantes, el 87 % de las empresas tienen menos de cinco empleados.   La investigación tecnológica recibe el dos por ciento del PIB apoyada por una economía generadora de 36,000 dólares en ingresos per cápita, una tasa de desempleo de apenas el cinco por ciento y un PIB que triplica al de la República Dominicana. No hay desarrollo sin instituciones fuertes y países como este hicieron el tránsito al primer mundo en un tiempo relativamente corto gracias a reformas económicas oportunas y profundas, adeudos institucionales políticamente concertados y objetivos estratégicos de desarrollo, procesos alentados y dirigidos por un liderazgo político y empresarial capaz, sensible y visionario, condiciones definitivamente ausentes en nuestras elites políticas y empresariales.

Comparar es incómodo, más para quien lleva la desventaja, de modo que dejo hasta aquí este ocio para evitarme mayores frustraciones. Lo cierto es que cada vez que viajo regreso inevitablemente deprimido, conciente de que volveré a la realidad que eludo sin esperanza de encontrar cambios, sobrellevando la rutina más sorda y banal, esa que nos impone una sociedad mediocre, inapetente y sin asombro.    

Entiendo así a aquellos dominicanos que espantados por la exclusión y el desprecio de quienes nos dirigen prestan su talento a sociedades más retributivas.  Ganas no me faltan para quedarme, pero me atan hondas raíces de gratitud. Pienso que mi destino tiene la marca de esta tierra como identidad y lucharé por ella hasta que las fuerzas alcancen. En estos días retomaré pujos para volver a mi hogar con renovados vuelos a pesar de los vientos, mientras tanto alzo mis alas hacia Australia donde me aguardan gratas sorpresas. Irme de mi tierra será siempre una tentación apetecible; regresar, un deber irrevocable. ¡Qué espantosa disyuntiva! 





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