Hemos llegado a un punto de abandono de nuestros deberes ciudadanos que todo se lo dejamos al gobierno.

En otra época, era timbre de orgullo tener su casa, por pobre que fuera, limpia y pintada. Muchos las pintaban con cal que era lo que había, pero se veían hermosas.

Los hijos andaban limpios y lo mejor vestidos que se podía. Hubo casos de familias en que la ropa era tan escasa que apenas se disponía de un pantalón y un par de camisas, pero a esos muchachos nunca los vieron mugrientos ni con su ropa sin planchar. Era una cuestión de dignidad y vergüenza personal. Asimismo, los ayuntamientos cuidaban su ciudad. Recuerdo cuando en mi pueblo las calles eran de tierra, pero parecían asfaltadas. No tenían hoyos y la gente se preocupaba por mojar su frente para que no se levantara el polvo. Es verdad que circulaban menos vehículos, pero lo que importaba era el involucramiento de la gente con su comunidad.

Ahora, a nadie parece preocuparle nada, ni la basura frente a su casa, ni las calles en mal estado, ni las aceras inservibles y ocupadas por cualquiera, ni el solar de al lado lleno de alimañas.

El otro día pasé frente a un recinto provincial de la Universidad Autónoma de Santo Domingo que no tiene quince años de inaugurado y el edificio parece estarse cayendo a pedazos. ¿No hay en esa comunidad, cuyos hijos se hacen profesionales en ese centro, algún doliente que se apiade de ese local? ¿No pueden las autoridades de la UASD dar el ejemplo conformando patronatos locales para mantener sus locales, junto a profesores y estudiantes de esos centros?

La mayor pérdida que hemos tenido es el orgullo por lo propio.

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