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:: ¿Fiesta arriba y penitencia abajo?
¿Fiesta arriba y penitencia abajo?

Por: José Luis Taveras/Acento - 28/06/2016

Corría el 1996. Para entonces me causaba risa, pero ya no le encuentro ninguna gracia; es más, ahora me provoca rabia: cada vez que la prensa de aquel entonces publicaba los sádicos cuadros de sangre en las calles de Santiago, el jefe del Comando Norte de la Policía Nacional esperaba, imperturbable, el oficio de su destitución. Eso era más seguro que la muerte. Cuando se posesionaba su sustituto, el discurso era el mismo: “Seremos implacables con el crimen”. Al día siguiente, el mensaje llegaba de forma inequívocamente clara; los titulares de la prensa reseñaban: “PN mata a tres presuntos delincuentes en intercambio de disparos”.

Pasó el tiempo, se modernizó la vida, un negro residió en la Casa Blanca, Europa se hundió en la depresión financiera, surgió el Estado islámico, llegó la tecnología digital, nacieron las redes sociales y todavía el desvencijado despacho del Comando Norte sigue estrenando jefes por la misma causa y con igual retórica: “Seremos implacables con el crimen”. La delincuencia se enseñorea soberanamente en el país y no esconde su escarnio al viejo discursillo policial. Hoy no sabemos de qué lado está el crimen o quiénes son los buenos y los malos.

Ya el problema de la seguridad sobregiró por mucho los fondos de una policía quebrada. Matar delincuentes no es solución; convierte al cuerpo del orden en una banda de asesinos y multiplica por cinco la violencia que padecemos, por eso no es fortuito que de cada diez atracos haya seis uniformados involucrados. Creíamos que las cosas no se iban a deteriorar tan rápido, pero la historia no es estática y nunca obtendremos resultados distintos haciendo lo mismo. Llegó el momento para sobrecogernos, actuar o acostumbrarnos.

Me pregunto: ¿acaso había razones para esperar cambios? La Policía sigue siendo la misma “fuerza bruta” de hombres débiles. Gente menesterosa con un salario satírico y dos neuronas activas: una para obedecer y otra para halar el gatillo; lo demás es instinto. A veces nos olvidamos de que esa policía es el pueblo con uniforme. Al raso dominicano, analfabeta por definición, se le demanda un comportamiento escandinavo cuando a duras penas ha podido cruzar las breñas de los arrabales para aceptar por sobrevivencia un oficio socialmente desechado. Ese mismo policía, parido y criado en los sótanos de la delincuencia, es el que, por “deber”, la tiene que combatir sin excesos y con las garantías ciudadanas del primer mundo.

A la Policía hay que intervenirla y declararla en emergencia nacional, pero no esperemos milagros: la mejor seguridad del mundo no resuelve la delincuencia dominicana, porque es una torcida expresión de un problema social más profundo: la desigualdad, condición que se ha hecho tan abismal como irreversible. Existe una relación causal, directa y proporcional entre una cosa y la otra. Pena que aquí esa vaina no se entienda o no se quiera entender. De manera que la patología no es epidérmica sino neurológica. Sin embargo, esa circunstancia no debe declarar nuestra total impotencia para acometer las reformas estructurales que requiere el cuerpo del orden.

Otro fermento activo en la delincuencia social es la impunidad de cuello blanco. En sociedades domesticadas, la autoridad del liderazgo social y político es vinculante. Una historia trenzada por el autoritarismo impone siempre el temor a los grandes. Los llamados poderosos son intocables. Tenemos una Justicia sometida a ese aberrante ordenamiento de sujeción vertical. En la cultura dominante solo se considera delincuencia la de sangre y la Justicia opera para los excluidos. Los ricos no delinquen; los políticos tampoco. Mientras ese cuadro permanezca inalterable, lo demás serán sueños húmedos. Aquellos países que han controlado la delincuencia lo han hecho de arriba hacia abajo. El resultado ha sido impresionante. Los ejemplos están ahí: Islandia, Singapur e Irlanda, naciones que en distintos contextos y con problemas ancestrales de corrupción emprendieron reformas públicas audaces y procesos penales ejemplarizadores en contra de políticos, banqueros y empresarios, y hoy encabezan la lista de los más seguros.

Un auto de no ha lugar, una exclusión de la acusación o un fallo a favor de un político corrupto potencia la criminalidad de la base social. Y no es que busquemos una expiación redentora; es que padres promiscuos no pueden castigar las orgías de sus hijos: ley infalible de autoridad moral. Quien no da ejemplo no puede esperar obediencia. Le temo más a una sociedad impune que violenta; una es causa y la otra consecuencia. Allí donde cualquier funcionario tenga la convicción de que robar fondos públicos es una digna gratificación existencial y que pedir cuentas es un chiste, se pierde todo el respeto al orden y el sentido de la legalidad. No esperen penitencias abajo mientras haya fiesta arriba. En una sociedad donde se les tema más a los bolsillos que a las instituciones, la ley la impone la fuerza. No podemos aspirar a una sociedad segura cuando sus líderes estén más seguros de la impunidad de sus desafueros. Pena que arriba no haya intercambios de disparos.



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