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:: Confesiones anales
Confesiones anales

Por: José Luis Taveras/Acento - 17/11/2015

En algún momento delirante de mi ingenuidad, pensé que mi vida importaba algo en esta tierra y hasta llegué a sentir alguna ilusión de pertenencia. No todo fue culpa de mi necedad: tempranamente me hicieron creer tal pretensión dándome un plástico renovable que me identificaba como “dominicano”, condición más surrealista que una obra de Buñuel, Dalí, Marx Ernst o Yves Tanguy. 

Cuando fui a la escuela, me idealizaron la osadía de unos muchachos que no hace ni dos siglos emprendieron lo que nunca lograron: la independencia nacional. Después de proclamada aquella poesía épica, apareció un astuto con una horda de monteros de El Seibo y se declaró caudillo; de los tres próceres, uno murió en la indigencia y extrañado de “su” patria, otro fusilado y el tercero perseguido. Ese guion ha tenido muy pocas mejoras desde entonces: unos aportan la sangre expiatoria y otros reciben la gracia del poder. En esa dialéctica pendular de utopías y realismos crudos se ha zurcido, a retazos, una nacionalidad más anhelada que consumada. Su historia, aburrida y repetitiva, ha permanecido congelada en el tiempo; solo han cambiado los actores mientras se traspasan los mismos intereses.

Pedro Santana se reveló como el pecado original de esa dominicanidad trunca. No solo abortó el nacimiento de una patria embrionaria, sino que perpetuó su funesto legado. Cada generación ha contado con los espectros de su maldición: Buenaventura Báez, Ulises Heureaux, Rafael Leónidas Trujillo, Joaquín Balaguer y Leonel Fernández. Salvando sus propias esquizofrenias, esos nombres encarnaron el culto mítico a la personalidad, el redentismo ilustrado y la contención al flujo del pensamiento orgánico de la verdadera democracia, esa que nunca hemos visto ni por asomo. De la suma de todas esas tragedias resulta algo más de la mitad de una dominicanidad inconclusa.

Hace poco, escuché un discurso del profesor Juan Bosch con ocasión de la campaña para las elecciones del 20 de diciembre de 1962. Me sorprendió un mágico déjà vu, una especie de imagen prefigurada de la realidad que hoy nos maldice;  me pareció leer el titular del periódico del día. ¡Mierda!, me dije, esta vaina no avanza ni a empujones.

La dominicanidad ha transitado por todos los momentos: la tragedia, el drama y la comedia. Hoy vivimos y celebramos el último tramo de su disolución: una farsa festiva, con aroma fecal, llena de villanos, payasos, brujas, meretrices, tránsfugas y truhanes.  La política es un montaje rodante que entretiene, con su anodino espectáculo, a una sociedad con humos de grandeza, pero sin el coraje ni la fibra de aquella gente analfabeta, rural y supersticiosa del siglo XIX. Esa sociedad absurda donde conviven de manera promiscua realidades tan excluyentes como estas: un metro moderno, con chatarras motorizadas; mercados textiles de “pacas”, con galerías comerciales de finas marcas; carros de colección, con pies agrietados y descalzos; orgías espumantes, con noches de hambre e insomnio; marinas exclusivas, con desaguaderos inmundos; gritos orgásmicos, con suicidios rutinarios. Algo parecido al retrato patético de François-René de Chateaubriand de la sociedad prerrevolucionaria francesa cuando la describió como esa “incomprensible mezcolanza de crímenes injertados en un mismo tronco filosófico”.

Mi impotencia a veces delira y, en una de sus extáticas acrobacias, me imaginé prestar servicio militar al país. ¡Ja ja ja! Me pregunté: ¿A qué jodida “patria” defiendo? ¿A 38 familias que acumulan 40 veces el ingreso del 10 % más pobre sin un coñazo de sentido social? ¿A los intereses de un mercado concentrado y brutal de oligopolios? ¿A una de las sociedades económicas más desiguales de América Latina? ¿A una dirigencia social y política responsable de que más de 840 mil dominicanos vivan con menos de un dólar por día? ¿A una estructura política con perfiles típicamente mafiosos? ¿A un Estado irresponsable que ha hecho de su frontera una vagina viscosa y libertina donde entra y sale todo el que pueda pagar? ¿A un sistema político socavado hasta la médula por la corrupción sin castigo? ¿A una elite política y empresarial que ha permitido que seamos uno de los veinte países del mundo que menos ha aprovechado su crecimiento económico para mejorar su posicionamiento en el Índice de Desarrollo Humano? ¿A una turba de funcionarios que le roba a la miseria algo menos del 6 % del PIB? Confieso mi pecado: en mi fantasía, no dudé girar la dirección de los misiles. Hay que hacer la guerra adentro. ¡Todavía no tenemos patria que defender!

¿Qué carajo hago aquí?, preguntarán muchos: bueno, viviendo la esperanza o quizás la sádica expectación de ver cómo las fuerzas autodestructivas del sistema detonan y se produce la ruptura que nuestra inconciencia no es capaz de conducir racional ni concertadamente. Y para mis queridos detractores (que para mi gozo ya son una muchedumbre), no hablo de anarquismo, sino de dialéctica. ¿Es que no se dan cuentan que este estado de cosas es insostenible? ¿Será  posible que el conformismo mercurial o el maldito confort de vida les haya robado la sensibilidad para reconocer lo obvio? Reaccionarán cuando las turbas hablen y no con palabras bonitas (ni bajo la égida de un redentor que al menos encause sus instintos) o cuando la violencia asalte su paz y la sangre manche sus alfombras. ¿Tremendismo escatológico? ¿Fobia apocalíptica? Juzgue usted.

Mientras se construye una conciencia alterna, con la fuerza de la apatía, estaré como el Quijote, con las armas que una buena democracia le da a sus hijos: los derechos ciudadanos. Si fuere menester, dejaré la vida defendiendo lo que nos corresponde legítimamente, no importa las marcas ni las etiquetas que me estampen los prejuicios. Y para hacerlo no me considero ni necesito ser líder, paladín, predestinado, baboso, político ni presidente; ni tampoco ser mejor, más puro ni más bueno que nadie: me basta mi negada condición de ciudadano (y no de pendejo). En sociedades “normales”, reclamar, exigir, protestar, “joder” es una expresión tan normal como tomarse un vaso de agua; en esta covacha de gente pálida y medrosa, hablar francamente o con nombres propios es un acto suicida, audaz o un vedetismo con alguna agenda en la cartera, porque hemos jugado a la doblez como identidad de vida.  Sí, eso tiene su precio en sociedades quebradizas; en mi caso, me ha costado pérdida de oportunidades y dinero, acoso de la inteligencia gubernamental (DNI), invasión de la privacidad, distanciamiento de “amigos” (esos que ahora creen que porto el ébola), murmuraciones a granel, marcas políticas y mucha, pero mucha mierda más.  ¡Y a mí qué me importa! Bien pudiera estar muy lejos viviendo cómodamente pero con el alma turbada, porque, como decía Martin Luther King Jr.: “La injusticia en cualquier parte es una amenaza a la justicia en todas partes”.

Seguiré viviendo el sueño a pesar de que la realidad me lo robe, indecorosamente convencido de que, como apuntaba George Bernard Shaw, “algunos hombres ven las cosas como son y se preguntan por qué. Otros sueñan cosas que nunca fueron y se preguntan por qué no”. ¿Qué sería del mundo sin los pendejos soñadores? Los prefiero a los realistas del sistema, esos que miden riesgos, costos y rentas en todo, que critican a los que critican porque no hacen ni dejan hacer. Mientras, ocuparé este inodoro insular como trono de mis utópicas evacuaciones aunque muchos se mofen de mis pujos ¡Que viva el ano!



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