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:: El papa Francisco: Tras los frutos de un genocidio cultural
El papa Francisco: Tras los frutos de un genocidio cultural

Por: Guido Riggio/Acento - 13/07/2015

La llamada “evangelización” fue un vulgar un genocidio, una verdadera aniquilación, un exterminio sistemático y deliberado de la Iglesia de Roma a las etnias autóctonas de América.

En términos “ecológicos”, aquello fue una brutal “devastación de la naturaleza”, lo que hoy critica el papa en su encíclica.

El papa lo sabía, sabía que su viaje a la América hispana iba a desatar los demonios del pasado, los demonios de un exterminio cultural, de un holocausto espiritual, los crímenes de una llamada “evangelización” con la que la Iglesia se prestó para beneficio propio a allanar los trabajos de conquista, de colonización y de dominio de los imperios europeos sobre los pueblos autóctonos.

Hace 5 siglos llegaron para repetir en estas nuevas tierras los mismos trabajos de “evangelización” que les encomendaron los emperadores de Roma más allá de sus fronteras. Siempre del lado de los poderosos, del lado del imperio, para recibir ventajosas tajadas, hipócritamente, en el nombre de Dios, en el nombre de Cristo.

Ahora les llega un nuevo papa, consciente del pecado, por lo que vino preparado para pedir perdón como heredero de la Iglesia de Pedro, de sus crímenes y ofensas, pero, como era de esperarse, para pedir un perdón a medias como es costumbre, con la arrogancia absolutista y monárquica de la infalible Iglesia Romana.

Vino preparado a contar solo una parte de la historia, la que le conviene, sin referirse al meollo del asunto: el “genocidio cultural” que su Iglesia cometió contra los pueblos autóctonos.

Pero me pareció un hombre honesto porque lo sentí muy avergonzado, cabizbajo, en especial en aquel momento cuando el Evo-Adán presidente de Bolivia le entregó al Cristo crucificado sobre el martillo y la hoz del indígena americano que su Iglesia había explotado.

Lo sentí avergonzado cuando se vio obligado a oficiar sus misas en los altares que se mostraban repletos del oro y la plata que sus “evangelizadores robaron, ante el cuerpo del delito.

Lo sentí avergonzado cuando lo vi escuchar a la líder campesina peruana Amandina Quispe diciendo “que la iglesia aún tiene tierras [robadas] que deberían ser devueltas a los indígenas andinos”.

Lo sentí avergonzado cuando la escuchó decir: “La iglesia nos robó nuestra tierra y tumbó nuestros templos en Cuzco y después construyó sus iglesias propias. Y ahora cobra para visitarlas”.

Lo sentí avergonzado, porque todos los presentes sabían que 5 siglos atrás sus curas llegado a estas tierras a erradicar sin piedad la religiosidad de estos pueblos ingenuos, a lavarles sus cerebros, por la fuerza, amenazándolos con las torturas de su inquisición y su infierno, persiguiendo a todo aquel que no aceptara a su Cristo redentor, al Cristo criminal que llegaba a aniquilar estas culturas milenarias.

Lo sentí avergonzado porque sabía que era imposible de devolverles su vieja identidad, su vieja cultura depredada. No dejaron ni los huesos, los habían ultrajado inmisericordemente, los habían despojado de sus creencias ancestrales, de sus amados dioses, de su amor por la Pacha Mama, la que hoy defiende el papa. Saqueadores de almas.

Lo sentí avergonzado porque hace 5 siglos les habían enseñado a depredar a la Pacha Mama, la que él ahora pretende defender en su encíclica Laudato si .

Lo sentí avergonzado de saber que por siglos su Iglesia había predicado la doctrina el dominio del hombre sobre la naturaleza, sobre las aves, sobre los peces… sobre los hombres y sus culturas, a los que debieron domesticar para sirvieran a sus amos colonizadores.

De esto se trata, de hacerle una visita la viuda, en la casa, en el mortuorio, disimulando para no levantar sospecha de su crimen, para ocultar que fueron los autores de esta depredación cultural, de este crimen de lesa humanidad que llamaron “evangelización” , lo que ha sido sin dudas el más grande y peor genocidio humano y cultural de la historia.

Lo sentí avergonzado, sí, avergonzado, pero jamás arrepentido, pues regresaba al mismo escenario a repetir el pecado de 5 siglos: a re-evangelizar, a insistir, a machacar sus mismos errores, a avivar la fe, a repetir el “genocidio cultural” arengando de nuevo a sus huestes sacerdotales para que saliesen de nuevo a reconquistar a los pueblos de la América andina, a reforzar “la misma fe amorosa” que hace siglos impusieron por la sangre y por la fuerza.

Lo sentí avergonzado pero no arrepentido, llegaba con su pompa vaticana a recoger los frutos de aquella criminal hazaña: la “evangelización” de América”. Y lo peor: a reforzarla…no estaba arrepentido, pues creo que ningún jesuita reflexivo puede negar semejante delito.

Pero no tenía otro camino que acallar su conciencia y serle fiel a su Iglesia y a su historia, debía conservar sus privilegios y soberbias pues esto era más importante que proclamar la verdad y la justicia de su Cristo.

¡Cuánto descaro! , ¡Cuánta inconciencia! en el nombre de dios, en el nombre de Cristo.

Llegar allí, llegar a aquel primigenio campo de Nuremberg para encarnar la hipocresía de Pilatos y decir “Me lavo las manos”, decir simplemente pido “perdón por las ofensas y crímenes que la iglesia católica cometió contra los pueblos indígenas durante la conquista de América”.

Pero sin devolver ni mencionar el botín, sin mencionar el “holocausto cultural”, el mayor crimen de la historia, llegar allí para disfrutar del botín, de “los frutos” de la “evangelización”, de la “depredación cultural”, de la cosecha.

Bien les rogaba a todos “Oren por mi”, pues el pecado contra el Espíritu Santo, el pecado contra la inocencia de estos pueblos andinos que fueron espiritualmente depredados, nunca será perdonado… ahora comprendo al papa: “Oren por mi”.

El papa Francisco no debió asumir la misma actitud tibia e hipócrita que asumió el papa Benedicto en su visita a Brasil del 2007, cuando proclamó que la llegada del cristianismo al continente no había sido “una imposición” ni había significado “una alienación” de las culturas precolombinas. Francisco no tuvo la valentía de reconocer esta verdad, de reconocer estas cosas.

¡Cuánto descaro! ¡Cuánta injusticia!

Pero todas estas cosas se las enrostraba Evo Morales, mudamente, cuando le entregó al sorprendido papa a su mismo Cristo clavado en hoz y martillo. No solo ocultaba el “genocidio cultural” sino que estaba más cerca de la Iglesia Imperial que de los pobres. Todo era un circo romano.

De seguro que resonarán por siempre en su oídos las palabras de esta líder campesina peruana “la iglesia aún tiene tierras que deberían ser devueltas a los indígenas andinos”… “La iglesia nos robó nuestra tierra y tumbó nuestros templos en Cuzco y después construyó sus iglesias propias. Y ahora cobra para visitarlas”, 

Evo, consciente de todo, le mostró al papa los restos podridos de una cultura andina que la Iglesia había devastado, “evangelizada”, despojada de su ancestral cultura, de sus creencias religiosas milenarias, en nombre de Dios violento que llegaba a imponerles una moral que sus propios sacerdotes jamás han practicado.

Ellos pensaron que el papa llegaba para anunciarles que les devolvería su identidad, su dignidad usurpada, sus dioses ancestrales, su oro y su plata, pero no fue así, el papa solo había llegado a reforzar su “evangelización”, llegaba para ordenarle a sus huestes sacerdotales que les apretaran el yugo, un poco más, sobre sus cuellos dogmatizados, para que continuaran en su mansedumbre, obedeciendo a los poderosos, a sus amos blancos a los conquistadores.

Pero los pueblos andinos depredados ignoraban que, ahora más que nunca la Iglesia necesitaba apretar sobre sus cuellos el yugo ideológico del cristianismo católico romano. La Europa católica no era más, sus templos quedaban vacíos, todos se apresuraban a abandonar a esta Iglesia pederasta que se negaba a castigar y protegía a sus curas depravados.

Solo les queda un bastión, el bastión de la ignorancia que una vez sembraron y siguen sembrando en la América hispana.

Ahora más que nunca la América católica sería cuidada con esmero, trasquilada, como rebaño precioso que ha de aportar su multitudinaria lana para abrigar los fríos y vacíos altares de la iniquidad que hoy arropan y desacreditan a la Iglesia de Roma, la de siempre, la Iglesia depredadora de culturas y etnias, la imperial constantiniana.



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