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:: El negocio de las deportaciones
El negocio de las deportaciones

Por: José Luis Taveras/Acento - 30/06/2015

Toda política migratoria debe partir de una premisa innegociable: la soberanía del Estado. En nuestro caso, ese derecho comienza a ser entendido tardíamente. Ahora, cuando el país se encuentra sitiado por una comunidad internacional agresiva, fanfarroneamos tratando de hacer con discursos lo que en el pasado pudimos evitar con hechos. ¿Acaso nos hemos preguntado, “patriotas” y “entreguistas”, cómo, cuándo y por qué hoy tenemos una comunidad de inmigrantes haitianos que ronda el 5.4 % de la población? La respuesta es tan sencilla como cruzar la frontera: nunca ha habido una política de Estado consistente sobre este tema. Las relaciones binacionales han rodado sobre la informalidad, el casuismo y las tensiones.  Haití, pese a su cercanía, ha sido una realidad apartada de nuestras prioridades.

El flujo migratorio entre economías desiguales es tan inevitable como el peso de la gravedad; quien tiene que establecer los controles y las contenciones es el Estado receptor, y, en nuestro caso, lo que ha habido es una historia de omisiones irresponsables. No se trata de una irrupción repentina o una invasión apocalíptica de extraterrestres reptilianos: por cada haitiano que vemos en las calles hay un correlato de complicidad de gobiernos y empresarios.

La frontera ya no es un paso de carretas y mulas cargadas de bagatelas, es una gran industria del tráfico más diverso en un mercado de algo más de cuarenta y cinco mil millones de pesos al año. Del comercio binacional dependen directamente más de cincuenta mil personas. Haití no solo es el segundo socio comercial de la República Dominicana, sino el único país con cuyo intercambio hemos tenido una balanza comercial positiva (mil millones de dólares de exportaciones dominicanas contra cien millones de dólares en importaciones de Haití).

Con el vencimiento del plazo del Plan Regularización de Extranjeros, los haitianos que no pudieron acogerse a sus requerimientos serán sujetos de deportación.  A pesar de que esa palabra es cotidiana en el ejercicio  de las políticas y normas migratorias de las naciones que nos vigilan, para la República Dominicana parece ser un privilegio inmerecido. Sin embargo, la pregunta crucial en este contexto resalta: ¿Deportará la República Dominicana? Creo que el momento electoral matizará las posiciones.  Martelly, al igual que Danilo, no disimula su interés en reformar la Constitución haitiana para optar por una repostulación. En ese país está prohibida a menos que sea para dos mandatos presidenciales separados por un intervalo de cinco años (Artículo 134.3 de la Constitución de la República de Haití). Martelly sabe que el discurso antidominicano genera simpatías en Haití y atizará ese prejuicio para concitar y dogmatizar adherencia política. La deportación, desde la posición del  gobierno haitiano, es un arma poderosa de victimización internacional y de distracción nacional, más ante la inminencia de un proceso electoral. De manera que le caería muy bien a cualquier político haitiano basar su discurso en la defensa a sus nacionales. Danilo, por su parte, jugará a la ambivalencia populista y, en esa estrategia, el tiempo será su mejor aliado. Mantendrá contentos a los dos frentes: hará simulacros bien vendidos para aquietar la presión local, y dilatará, según su conveniencia, el programa de deportaciones para callar la estridencia internacional. Lo demás será relaciones públicas. Sea lo que sea, por constreñimiento o no de la crispada polarización del tema, despega en la República Dominicana una nueva industria: la deportación.

Al día siguiente de vencido el plazo para la regularización de extranjeros, la prensa reportaba estampas poco usuales de familias haitianas abandonado voluntariamente el territorio dominicano. Las plazas y centros de comercio menudo de haitianos lucían desolados. Parecía que una nave espacial había regresado a recoger a sus alienígenas. Esa no es la conducta típica del inmigrante ilegal; lejos de irse, se esconde, y sí se va, regresa.

Las deportaciones suponen programas con presupuestos, organización, personal especializado, logística, registros, sofwares y plataformas informáticas sofisticadas (como el E-Verify en Estados Unidos) así como centros de control y detenciones más todos los servicios asociados a este complejo entramado. ¿Cuenta el país con esos medios? Estados Unidos, líder mundial de deportaciones, destina anualmente dos mil seiscientos millones de dólares en estos programas, de los cuales trescientos sesenta y dos son destinados a tecnología y vigilancia fronteriza, doscientos veintinueve a traslados de indocumentados, mil ochocientos a subcontrataciones de centros privados de detenciones, y ciento veinticuatro a la ampliación del programa E-Verify. Si bien en la República Dominicana los costos por estas facilidades y servicios pueden ser descomunalmente inferiores, hay que guardar las proporciones, sobre todo si se consideran las fragilidades ancestrales de nuestra soberanía fronteriza.

Sin una frontera segura las deportaciones serán espectáculos y los discursos desahogos. Nuestra inversa mentalidad planificadora nos ha empujado a legislar sin considerar antes las implicaciones presupuestarias que suponen la ejecución y el sostenimiento de una reforma de este alcance. Un programa de deportaciones con las actuales estructuras operativas es un fracaso anticipado. Lo único que va a crear es un nuevo comercio informal, corrompido y clandestino manejado por el Ejército Nacional, las agencias de control y vigilancia fronteriza así como el nuevo “coyotaje” dominicano.

Es una lógica del mercado que cuando se limita la oferta y crece la demanda se aumenta el precio. El recrudecimiento de las políticas migratorias hará encarecer los pagos por acceso, tráfico y mantenimiento ilegal del indocumentado en el país y la creación de redes mafiosas de extorsión, más en un Estado que no ha tenido autoridad ni experiencia relevante en protección fronteriza. Los haitianos podrán esconderse, tomarse unas “vacaciones” preventivas en su país, pero volverán. La tasa de retorno del indocumentado es universalmente alta. Basta considerar que el total de dinero remesado a Haití por sus nacionales desde la República Dominicana es de cerca de mil millones de dólares al año. Eso revela el arraigo económico de esa comunidad en el país, que según cifras oficiosas, aporta el cerca del 6 % del PIB nacional.

Después de tanto ruido internacional que ha suscitado este esfuerzo reformador, los dominicanos debemos exigirle a nuestro gobierno que nos revele cómo va a sustentar en el tiempo una política eficaz, controlada y humanitaria de deportaciones, porque la regularización es apenas el primer paso para detener ese flujo creciente.

Me provoca risa la esterilidad retórica sobre el tema, sin embargo mientras nos desgarramos la piel en discusiones prejuiciosas y descalificaciones, tenemos una realidad que se burla sordamente de nuestra insensatez: una frontera vulnerable, un Estado incapaz de asumir responsabilidades y una reforma migratoria saboteada por los más diversos intereses. Al final, el costo de este embrollo se transferirá al haitiano inmigrante ilegal que tendrá que someterse a la verdadera regularización: la que impone el precio de permanecer ilegalmente en el país (ahora en provecho de una nueva mafia) y al país, que seguirá cargando con el peso de una inmigración onerosa.



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