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:: El imperativo del mal gusto
El imperativo del mal gusto

Por: Segundo Imbert Brugal/Acento - 11/05/2015

Cambio canales, sintonizo emisoras y, si acaso, me detengo en uno o dos programas libre de estruendos y barrabasadas. Busco en la lista de espectáculos y pocos me tientan. No rio con los comediantes de ahora. Salgo huyendo de bodas y lugares públicos: escapo del ataque inmisericorde de gigantescos decibeles que intentan dejarme sordo. El volumen taladrante de las bocinas condena a grito. O bailas o enronqueces.

“Estas viejo, no entiendes nada: son gustos diferentes, nuevas generaciones, música de ahora, chistes distintos”. Afirmó, irónico, un hombre joven. Contesté. “Ah,¿Entonces por eso decenas de miles pagan para ver a raperos y bachateros agarrándose la entrepierna y remeneándose al compas de desafinadas tonadillas obscenas y agresivas? Hombre, ¿Serán seniles las razones por las que vemos en pantallas, grandes y chicas, tanta grosería? “

Dije al hombre joven: “Caramba, entonces debo suponer, que sufro una distorsión de la tercera edad, gusto viejo. Para ti, esas manifestaciones artísticas no son ni mejores ni peores, sino de este tiempo chévere y bachatero”. “Pues mira”, sentencié, “viajas junto al ganado sin saber del credo la mitad”.

Podemos leer teorías sobre gusto y estética mucho antes que las del filosofo Inmanuel Kant, y seguirlas en este siglo con el británico Don Slater, “Consumidor, consumo y modernidad”. Todas se mueven alrededor de la influencia de las clases altas, la educación, la moda, el reclamo del consumidor y, a manera de epicentro, el relativismo estético.

En nuestro país, tomando en cuenta el pragmatismo a ultranza de una clase dominante minoritaria, estratos sociales medios cada vez menos determinantes y reducidos, y el imparable crecimiento de los pobres, tenemos que concluir, paradójicamente, que son estos últimos, la mayoría, los de mayor impacto, relevancia política y capacidad de consumo. La gleba, pues, es el principal blanco de un mercado dedicado a complacerla y conquistarla; sus gustos se imponen y complacen.

El vulgo ignorante, diseñado a la medida del poder, intenta sobrevivir a espaldas de cualquier refinamiento. Disfruta de espectáculos elementales, instintivos; estribillos sencillos, armonías unitonales y métricas arbitrarias, saltarinas, versos vulgares. Exige diversión a su medida, y se la brindan.

Hay que mantenerlos entretenidos, enfocados de la cintura para abajo. Es lo popular. Una chabacanería de muchos. Se impone y la imponen. Es rentable.

Tetas, nalgas, músculos, y tres notas musicales, producen risas y fornicios danzantes. Las masas seguirán atiborrando anfiteatros. Seguirán construyéndoselos. No cesaran de serviles películas flatulentas y de llenarles el televisor con disparates. No es vejez, hombre joven, es mal gusto institucionalizado; deformación, mejor dicho, carencia de formación estética.

En sociedades empobrecidas, envilecidas por una paupérrima educación, el mal gusto predomina. “Sucede”, explique a mi interlocutor, “que a ustedes les tiene secuestrado el imperativo de masas incultas. No le des mas vuelta. Si llegas a convencerte de lo que digo, prepárate: te caerán encima epítetos de clasicista, elitista, burgués, o cualquier apelativo inapelable. ¡Dale para adelante! (suena mejor que pa’lante) y dedícate a rescatar el buen gusto de nuestra gente.

¡Aboga por la excelencia!

 



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