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:: ¡Disparen! ¡Disparen! ¡Disparen!
¡Disparen! ¡Disparen! ¡Disparen!

Por: José Martín Paulino/Acento - 17/04/2015

En el delirio de su última agonía, el general Ludovico Almonte empezó a imaginar que su casa se iba poblando de gente, probablemente de personas que habían sido gravemente perjudicadas por el perverso ejercicio de sus antiguas funciones, en las que había sido cruel hasta lo espantoso. Tanto al final de la descabellada satrapía del Tirano Mayor, como a lo largo y ancho del sangriento régimen que encabezó el Pequeño Ilustrado, Almonte había sido el indiscutible campeón de la maldad. Casi todos los que supieron de él afirman que Fernández, Andújar, Alcántara y Morantín, famosos por sus orgías sangrientas, eran niños de pecho comparados con Ludovico.

Durante el tiempo de sus siniestras labores, Ludovico decía odiar todo tipo de delito, pero los principales destinatarios de su desprecio eran   los sujetos que habían enfrentado con ideas y acciones a los regímenes despóticos que él había defendido con tanta vehemencia, convencido de que éstos encarnaban los valores del orden, la paz, la justicia, la moral y las buenas costumbres, así como los principios enarbolados por el cristianismo.

El general Ludovico Almonte estaba muriendo y veía con impotencia cómo su casa y la amplia habitación de su agonía rebozaban de muchas de sus antiguas víctimas y de familiares y amigos de éstas que se habían puesto de acuerdo para presentarse allí, en su propia casa, con el único propósito de cobrarle sus antiguas felonías.

Se sentía atrapado en aquel trance, atado completamente por la enorme serpiente de su pesadilla, aterrorizado ante la presencia de aquella multitud que se aprestaba a convertirlo en una bola de sangre, o tal vez en un montoncito de ceniza.

Súbitamente salió de aquella agonía, pero sólo para precipitarse en el otro, en el que los tantos rostros de su remordimiento se lanzaban violentos sobre él. Luego intentó incorporarse de su cama e huir, pero no pudo. Entonces, ante su avasallante impotencia, se limitó a pronunciar, con la fortaleza de sus tiempos de gloria, sus últimas palabras, las cuales retumbaron inútiles por la casa solitaria: “¡Disparen! ¡Disparen! ¡Disparen!.



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