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:: Al final de la luz
Al final de la luz

Por: José Martín Paulino/Acento - 10/10/2014

A mediados del mandato absoluto de Magino (el Eterno) éste tomó la providencia de lugar para que en el decurso de un lustro el analfabetismo fuese erradicado a lo largo y ancho de la República. El plan excluía a los niños que no se encontraran en edad escolar y a los adultos que hubieran sobrepasado los 70 años de existencia.

Rufino Burgos, quien había nacido y residido en la ciudad de origen del mandatario, contaba 68 años de edad cuando inició el proyecto redentor, el cual asumió con entusiasmo juvenil. Cada día daba gracias, primero al Soberano y después a Dios, por haberle iluminado la mente al primero para que implementara el magno y noble esfuerzo de llevar la luz del conocimiento a tantos que, como él, habían vivido amordazados por la cuerda opresiva de la ignorancia.

“Al ver la expresión de ira en el rostro del Absoluto, y el unánime y grave silencio de todos, releyó la frase y vio que a la última palabra le faltaba la letra t

Un año después, Rufino Burgos había completado de manera ejemplar el tercer ciclo de aprendizaje acerca de los rudimentos de la palabra escrita. Como fue el más sobresaliente de los que entre su generación habían sido alfabetizados en la ciudad que alumbró al padre de la nación, fue seleccionado por sus instructores para que testimoniara las palabras de agradecimiento, a nombre de la promoción, al Magnánimo,  por la enorme obra de progreso ofrendada a su entrañable ciudad y a su país en general.

Un día antes de la llegada del Primado, Rufino Burgos se la pasó agitadísimo, ensayando su discurso de gratitud y escribiendo una frase laudatoria, que luego de horas de tormentosas tachaduras y desaprobaciones, logró trasladar a un cartelón, emocionado hasta las lágrimas. No quiso leer la joya a sus condiscípulos ni a sus instructores; que aquello era una sorpresa exclusiva para el primer hombre de la nación.

Por fin llegó el día y la hora establecida para la celebración. Con precisión cronométrica Magino (el Eterno) hizo acto de presencia en el enorme recinto destinado para las consabidas alabanzas al propietario de la República. Cuando a Rufino Burgos le llegó su turno, con los ojos llorosos y la garganta oprimida por la emoción, agotó alrededor de tres minutos de salves y loas para el mejor y el más grande. Luego desplegó, a la visita de la enorme concurrencia, la pancarta donde creyó haber escrito “Magino, el inmortal.”

Al ver la expresión de ira en el rostro del Absoluto, y el unánime y grave silencio de todos, releyó la frase y vio que a la última palabra le faltaba la letra t. A pesar del aplastamiento físico y moral que arropó a Rufino Burgos, éste pudo escuchar con impecable claridad la orden terminante impartida por el primer educador de la nación, quien lo hizo a pesar de su absoluto convencimiento de que el viejo no lo había hecho por maldad.



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