No se trata de nostalgia, me decía la amiga querida. Es que recuerdo los años en que era joven, y nuestros pueblos ofrecían opciones que ya no tenemos. 

Recordaba que los parques se engalanaban los domingos y jueves con los conciertos de las bandas de música. La mayoría de los pueblos ya no tiene banda de música. Los “compañeritos” se llevaron esos salarios y, de paso, el arte y la cultura de los cabildos. 

Recordaba que se podía caminar por las calles sin miedo, y que la única agresión posible era quizás un piropo rastrero. Ahora, quien se arriesgue a salir, aunque sea montado en un automóvil, está a expensas del ladrón de turno que armado de pistola puede arrancarle la vida por un celular o una cadena de oro. 

Rememoraba los años no tan lejanos, en que había cortesía en las calles, en la que se respetaba la amistad y la vecindad, en los que un amigo reprendía al niño que estaba haciendo algo malo en la calle, y los papás agradecían y se encargaban de corregir. 

Cuando se comía hablando en la mesa, no conectados a aparatos que envían mensajes pero no comunican, y cuando visitar a los amigos se hacía presencialmente, no por Facebook. Mi amiga sabe que es una lucha perdida pretender cambiar las cosas, pero decía que quizás los cabildos podrían volver a poner música en los parques, a fomentar el arte gratis, y a demostrar que se deben a los munícipes que los votan. 

La dejé hablar, porque yo también añoro la vida simple y sencilla que se ha hecho imposible. Qué pena.

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