Por: José Martín Paulino/Acento - 11/07/2014
Bajo el árbol que acoge su huida y su cansancio, y mientras acaricia con ternura su viejo Colt, Gregorio Frías recuerda que el primer eslabón de su larga cadena de fatalidades empezó aquella mañana en que se cruzó en su camino el bandido de Eligio paredes, mientras él avanzaba en su caballo hacia Santa Ana, en procura de algunas provisiones comestibles para su familia. El desvergonzado venía dando tumbos, debido a una de sus tantas borracheras que desde hacía mucho tiempo tenían en zozobra a sus conlugareños. Eligio Paredes, además de afamado bebedor de aguardiente, era un fino cuatrero y un legendario jugador de cartas, de dados y lotería. El pillo, intentando tomar las bridas del potro de don Gregorio, le dijo a éste que le facilitara un par de pesos dizque para suplir una supuesta necesidad nutricional. A seguidas don Gregorio le dijo que él era un hombre de trabajo, que se ganaba la vida sudando el cuerpo y doblando el lomo para venir a regalarle lo suyo a vagos y delincuentes. Eligio se violentó y llenó de insultos al otro, y lo desafió a que se mataran allí, si es verdad que tú eres un hombre. Entonces don Gregorio, pensando en las desventuradas consecuencias de la riña para los suyos, hizo intento de evitar la desgracia, pero al ver que el canalla se llevaba la diestra al costado izquierdo de su cintura, como en procura de algún puñal, un cuchillo o arma de fuego, no se le ocurrió otra cosa que sacar su revólver y fulminar en el acto al rufián.
Transcurrido el hecho, intentó devolverse hacia su casa y esperar allí el desarrollo de los acontecimientos, fuera que la guardia fuese a procurarlo o que algún familiar de Eligio acudiera a tomar represalias. Pero como don Gregorio era un devoto cumplidor de la ley y optó por seguir hacia adelante y se entregó en el puesto militar más cercano, donde lo encerraron en una solitaria que parecía destinada al peor de los delincuentes comunes. Casi al inicio de la noche lo sacaron amablemente y lo colocaron frente al general Cirilo de La Cruz.
– Usted sabe que cometió un crimen—le restregó de entrada el general.
–Sí, pero lo hice en defensa propia.
–No tiene que alegar nada, don Gregorio. Todos sabemos que con la muerte de ese individuo usted le ha hecho un enorme favor a la gente decente, a las personas de moral y de trabajo, como usted y como yo. Ahora bien, debe entender que la ley es la ley.
–¿Y qué usted me quiere decir?
–Bueno, usted sabe muy bien a lo que me refiero…Pero le propongo un buen negocio. No es justo que un hombre de bien, como lo es usted. tenga que sufrir la humillación de la cárcel y el desamparo de su familia por el honorable hecho de haber librado a la sociedad de una rata como Eligio; por eso lo quiero ayudar.
–¿Y de qué manera, general?
–Mire, don Gregorio, su tierra de Los Bejucos es buena y está en plena producción, según me han informado. Yo quiero hacerle el favor de que me la cambie por un pedazo que tengo en El Caimito, el cual, aunque está un poquito descuidado, es de mucho mejor calidad que su fundo. Además, estoy seguro de que usted, que es un hombre trabajador como el que más, la hará producir como si el mismo Dios pusiera sus manos sobre ella.
–¿Y por qué tendría yo que hacer ese negocio? He oído que El Caimito está del otro lado mundo, que allí solo florece el desamparo y que el sol quema como brasa de infierno…
–Lo único que yo quiero es ayudarlo– levantó la voz irritado el general. Allá, en Los Bejucos, yo no podría impedir que todo el peso de la ley caiga sobre usted y lo condenen a muchos años de prisión. Sin embargo, en El Caimito podrá estar en paz con su familia y yo personalmente me encargaré de hablar con el Magnánimo para evitar que la guardia vaya a molestarlo… Y mire, para ayudarlo mucho más, le cedo gratuitamente la casita ubicada dentro del predio negociado.
Esa madrugada, por orden del general Cirilo de La Cruz, el custodio de turno dejó partir de buena gana a don Gregorio, no sin antes informarle que el benevolente general había dispuesto que le entregaran su caballo y su revólver.
Al día siguiente, junto a Domitila, su mujer, y a su hija Cándida, don Gregorio Frías partía hacia El Caimito, ajeno totalmente a que iba en busca de las demás piezas de su destino. Allí solo encontraron un paisaje seco, en perpetua agonía; una tierra que imploraba a gritos la bendición de la lluvia. Así que varios meses después don Gregorio y su familia apenas subsistían consumiendo rabizas de batatas y de yuca, las que a veces no encontraban con qué acompañar. Sin embargo el desterrado no se atrevía a regresar a Los Bejucos por temor a enfrentarse con la humillación de la cárcel o con la muerte. Después de algo más de un año de exilio humillante, el general se apareció a El Caimito, rodeado de un grupito de subordinados, y de inmediato empezó a recriminar a don Gregorio, carajo, y yo que creía que en verdad usted era un hombre de palabra y de trabajo.
Don Gregorio no hizo otra cosa que guardar silencio, un silencio cargado de humillante impotencia. Sabía que era inútil decirle al general que él no tenía la culpa de que allí solo floreciera la desesperanza, y lo peor era que él sabía que don Cirilo sabía aquello mejor que él. El general, después de reprender a don Gregorio como si éste fuese uno de sus subalternos o de sus hijitos desobedientes, plantó su mirada sobre la tierna anatomía de la hija de don Gregorio y vio que el fruto estaba de provecho. Luego, con rostro fingidamente manso le dijo al humillado: –Vine a traerle los papeles en los que queda formalizado el intercambio de terreno que de manera libre y voluntaria hicimos usted y yo.
Fírmelos que me los llevo de regreso para notarizarlos.
Y los firmó, como resignado a su desdicha y a la de los suyos, como si aquello fuese una ineludible cuestión de destino. Cuando el general recibió de nuevo la documentación, sonrió satisfecho y burlón, y volvió a cubrir con mirada de semental en declive la plenitud carnal de la muchacha. Y de inmediato volvió a mirar sonriente a don Gregorio y le dijo: –Me voy, pero vuelvo pronto a traerle sus papeles y a proponerle otro negocio que también será beneficioso para usted.
Y efectivamente volvió con un contrato en el que se decía que don Gregorio Frías le había vendido su tierra de Los Bejucos al general Cirilo de La Cruz, y que éste le había arrendado la suya de El Caimito a don Gregorio. Y no hubo que acordar verbalmente nada ni firmar otro documento para que el general y la Cándida se pusieran de novios.
Pronto el militar empezó a quedarse a dormir allí, en el cuartito principal de la casa, el mismo que ocupaban don Gregorio y doña Domitila, a quienes lo les quedó más remedio que abandonar, cual usurpadores forzosos, el único espacio que le quedaba a su escasa intimidad. Desde que esto sucedió, a doña Domitila la asaltó tal estado de pena que no tardó en rendir su alma al Altísimo. El general cubrió religiosamente todos los gastos relativos a la enfermedad y al funeral de la mujer. Y don Gregorio estaba prácticamente resignado a su estado de humillación, tal vez porque a la Cándida se la veía muy alegre, con sus diecisiete años resaltados por los vestidos y zapatos bonitos que le regalaba don Cirilo. Al igual que su antigua víctima, don Gregorio se había aficionado al alcohol, al tabaco, a los gallos y al juego de azar; solo le faltaba el oficio de cuatrero y la vocación pendenciera para igualarse al finado Eligio Paredes. El general, sin embargo, no dejaba de suplir cada una de las necesidades de aquél, insospechando que el hombre hacía lo que hacía por mitigar la sensación de podredumbre que se lo iba comiendo por dentro. Sí, ya a don Gregorio y a su hija no les importaba que aquella tierra fuese estéril hasta el final de sus días, porque el general Cirilo de La Cruz, predilecto del Magnánimo, estaba allí para satisfacer hasta la más pequeña y absurda de sus necesidades. Sin embargo, el día en que el general le dijo a Don Gregorio que se llevaría a la Cándida para Ciudad Grande, que no era justo que aquella flor se fuera consumiendo entre tantas arideces, sí, ese día algunos resortes de su antigua dignidad se reactivaron dentro del padre de la muchacha, quien se armó de valor para decirle al general que usted sabe que yo lo he ido perdiendo todo, que lo único que me queda es mi hija y cómo diablo pretende usted llevármela. Ello provocó que Cirilo insultara ásperamente a don Gregorio y le estrujara en el rostro el más mínimo favor prestado a él y a su familia, sin dejar de incluir los gastos relativos a las medicinas, el velatorio y el sepelio de doña Domitila, mal agradecido, que usted sabe que con sus vicios no puede mantener ni una gallina, y también sabe que es la misma Cándida quien quiere marcharse de este lugar moribundo, y qué padre es usted que se opone al progreso de su hija que es el suyo.
Y la muchacha, deslumbrante y bobina al mismo tiempo, y sin el más mínimo asomo de compasión le confesó a su padre que sí, que era ella la que no quería permanecer en aquella
tierra dejada hasta de la mano de Dios, que no quiero que me suceda lo que a mi madre, quien murió de los tantos disgustos que usted le daba con ese juego y esa bebida suya. Aquellas palabras de su hija, de lo que entonces entendió su ingrato engendro, lo convencieron de que ya nada tenía que defender, excepto, tal vez, algún antiguo filón de dignidad.
Como dijeron que al día siguiente se marcharían, él sabía que esa noche dormirían allí, y que probablemente aquella fuera su única oportunidad de apostar aunque fuera a un poquito de redención. Así que decidió pasar toda la tarde y gran parte de la noche bebiendo aguardiente y dándole forma a su más reciente determinación. Regresó a la casa a eso de las once de la noche y entró de inmediato al cuartito de los desperdicios y buscó su viejo Colt, y le introdujo cinco balas que guardaba en un pequeño recipiente de aluminio. Entonces, abrazado a su arma, como a su única esperanza, supo que si bien jamás recuperaría su antigua decencia, por lo menos estaba a punto de eliminar la raíz de su mal.
Desde que terminó de vaciar la botella de ron que había llevado, tomó con su mano izquierda una pequeña linterna y con la derecha empuñó su revólver, y empujó con firmeza la puerta de acceso al cuarto donde dormía la pareja. La joven fue la primera en despertar. En medio de su terror, confiaba en que su padre no ejecutaría el desastre que se dibujaba en sus ojos. De inmediato despertó el general, quien, fingiéndose el valiente, intentó ejercer su amenazada autoridad, pero al leer en los ojos del otro la fuerza de su decisión, solo se le ocurrió decir, con el cuerpo hecho un trozo de hielo y la voz temblorosa, que todo quedará igual que antes, don Gregorio, que le dejaré a su muchacha, y en poco tiempo le devolveré su tierra de Los Bejucos y se podrá volver para allá con la Cándida, y yo personalmente me encargaré de que nadie vaya a molestarlos. Y don Gregorio, quien no tenía oídos más que para la voz de su venganza, le dijo con firmeza al general: –Cuando hizo sus abusivos negocios conmigo, lo más lejos que usted tenía era que alguna vez sería yo quien pondría las condiciones y sacaría la mayor ventaja…Y levántese que no me permitiría matarlo acostado.
El general Cirilo de La Cruz incorporó su cuerpo lívido y tembloroso, su cuerpo que ya casi sentía ajeno, su cuerpo que en ese momento era una sola masa de miedo a punto de estallar en llanto y pedir perdón de rodillas. Sin embargo no lo hizo, y en cambio intentó avanzar hacia donde colgaba el pantalón con la pistola en un bolsillo, pero no pudo alcanzarlo, debido a que el otro hizo tres veces contra su objetivo. A seguidas apuntó hacia la hija, enloquecida de terror, intentando abrazarse a su padre y disuadirlo de su determinación. Él, súbitamente indeciso, contempló brevemente el cuerpo preciso de la Cándida, carne de su carne, incurable llaga de su destino, recipiente de placer para el viejo general. En medio del espanto ella alcanzó a decir las palabras que entendía la sacarían del inminente precipicio:– ¡No me mate, papá; no me mate, que llevo en mi vientre un nieto suyo!
Fue entonces cuando don Gregorio Frías pudo reunir las fuerzas que aún le faltaban.
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